Articulos de revisión teórica

OTRAS INFANCIAS. ENTRE EL NIÑO EMBLEMA Y EL NIÑO ABANDONABLE



Jorge H. Betancourt-Cadavid
Doctor en Filosofía, especialista en docencia universitaria y licenciado en educación preescolar. Pasante del Posdoutorado Profissional em Educação e Tecnologia – DPET en el Instituto Federal Sul-rio-grandense de Brasil. Doctor Honoris Causa por la Organización Continental de Excelencia Educativa – ORCODEE (2019). Investigador y docente en la línea de Infancia y Familia en la Maestría y el Doctorado en Ciencias de la Educación en la Universidad de San Buenaventura de Medellín (Colombia), igualmente investigador y docente en la Facultad de Ciencias de la Educación en la Corporación Universitaria Americana de Medellín (Colombia).
jorge.betancourt@usbmed.edu.co
https://orcid.org/0000-0002-1387-1708




Natalia Andrea Alzate Alzate
Magister Scientiarum en MatemáticaAplicada, Licenciado en Educación Mención Matemática y Física, Profesor Asociado a Tiempo Completo de la cátedra de Geometría del Departamento de Matemática de la Facultad de Ingeniería de la Universidad del Zulia. Maracaibo-Venezuela.
natalyaalzate@gmail.com
https://orcid.org/0000-0001-8047-9709



RECIBIDO: Abril 2022

ACEPTADO: Junio 2022

PUBLICADO: Septiembre 2022



Como citar: Betancourt-Cadavid, Jorge H; Alzate Alzate, Natalia Andrea. (2022). Otras infancias. Entre el niño emblema y el niño abandonable. Telos: Revista de Estudios Interdisciplinarios en Ciencias Sociales, 24 (3), Venezuela. (Pp. 611-627).
DOI: https://doi.org/10.36390/telos243.10


RESUMEN


El artículo tiene el propósito de revisar elementos que pueden ser fundantes para sustentar la línea de investigación sobre Infancia y Familia, propia de programas de investigación doctoral en la institución donde se inscriben los autores, pero que está también al servicio de la indagación sobre el tema en diferentes niveles de formación en la ciudad y en el contexto regional. El abordaje metodológico se hace desde una perspectiva hermenéutica con alcances comprensivos, mediante una revisión documental de autores clásicos y contemporáneos a través de los cuales emerge un entramado discursivo que contiene y da sustento a la línea en mención y las categorías que agrupa. A manera de conclusión este trabajo le da espacio teórico a otro tipo de infancias, aquellas que han sido históricamente invisibilizadas porque no caben en el paradigma de la niñez en tanto emblema del futuro; nos referimos aquí a los cuerpos infantiles catalogados como no futurizables, niños que pueden ser abandonables.


Palabras clave:
historia de la infancia, Latinoamérica, biopolítica, posestructuralismo, otras infancias.

 

Other childhoods. Between the emblem child and the abandonable child

 

ABSTRACT


The article has the purpose of reviewing elements that can be founders to support the research line on Childhood and Family, specific to doctoral research programs in the institution where the authors are enrolled, but which is also at the service of inquiry on the subject at different levels of training in the city and regional context. The methodological approach is made from a hermeneutic perspective with comprehensive reach through a documentary review of classic and contemporary authors, through which a discursive network emerges that contains and supports the research line and the categories it groups. In conclusion, this research work allows theoretical space to other types of childhoods, which have been historically made invisible because they do not fit into the paradigm of childhood as the emblem of the future. We are referring here to children's groups cataloged as non-futurizable, children who can be forsaken/abandoned.


Key words:
history of childhood, Latin America, biopolitics, post-structuralism, other childhoods.

 

Introducción


La reflexión sobre la educación y la formación va unida a la reflexión sobre el hombre mismo y su obrar en general, de manera que ambas resultan inseparables (Flitner, 1972, p. 13).


Es importante iniciar aclarando que en este trabajo se concibe la pedagogía como un campo disciplinar y profesional (Runge et al, 2018). Aquí, la figura epistemológica permite asumir la reflexión al interior del campo que actúa como un entramado de comunicaciones con carácter objetivo en un encuentro de perspectivas que no siempre están de acuerdo con los intereses del estudio sobre la infancia y la familia. Lo presentamos así, gracias a que


Siguiendo a Bourdieu, el campo se puede entender como un espacio específico donde tienen lugar un conjunto de interacciones. También se puede entender como un sistema particular de relaciones objetivas que pueden ser de alianza o de conflicto, de competencia o cooperación entre posiciones diferentes, definidas e instituidas socialmente y que existen de una manera independiente de los agentes que las ocupan (Runge et al, 2018, p. 236).


Este campo (Bourdieu y Wacquant, 1995), permite el propósito en tanto que evidencia la manera como puede hacerse la investigación dentro de la línea a la que se hace referencia. En medio de ella aparecen actores e instituciones que exhiben conexiones objetivas abordadas en términos académicos y profesionales con apertura por la realidad de diversas posiciones con respecto al tema que interesa.


Y esta claridad es importante para establecer que en el proceso de erigir hasta el estatuto de la cientificidad a la pedagogía, sigue quedando claro la necesidad de apertura del discurso que se funda en realidades abiertas y diversas que superan las miradas hegemónicas, el pensar teórico enfrentado a las posibilidades epistémicas en el profesor Zemelman (2005).


Así las cosas, referirse a la niñez supone reconocer el entramado discursivo que hace visibles a los niños, y exige, además, una reflexión sobre el concepto de infancia desde la perspectiva histórica, para dar cuenta de una evolución teórica y cultural que pasó de considerarlos adultos en miniatura para verlos como sujetos con derechos y en condiciones de posibilidad específicas.


Se trata de un abordaje en el que la línea de investigación comprende que es un “[…] espacio en que el sujeto puede tomar posición para hablar de los objetos de que trata su discurso” (Foucault, 2010, p. 237). La complejidad del significado que se le ha atribuido a la niñez y que llega hasta nuestros días, proviene de “patrones universales que toman como modelo la sociedad europea y americana y, quizás más particularmente a niños de clases medias y altas” (Mantilla, 2017, p. 39).


Sin embargo, es importante aclarar que esos patrones universales se relacionan con un sentimiento que todas las sociedades han desarrollado respecto a sus propios niños, y que en cada cultura se ha manifestado de forma diferente, concepciones y sentires que hacen parte de “[…] un conjunto de elementos formados de manera regular por una práctica discursiva y que son indispensables a la constitución de una ciencia, aunque no estén necesariamente destinados a darle lugar” (Foucault, 2010, p. 237).


Teniendo en cuenta lo dicho, este trabajo propone una revisión documental, desde una perspectiva hermenéutica con alcances comprensivos (Pérez, et al., 2019), con la intención de abrir posibilidades de interpretación sobre el tema de la objetivación de la infancia. La revisión está centrada primero en la relectura de autores clásicos que son referentes en el campo de la infancia, segundo en la revisión de autores contemporáneos, cuyas investigaciones problematizan desde perspectivas sociológicas, biopolíticas y culturales los temas ya instalados como históricos en el campo.


La revisión centra la atención en las definiciones y debates que plantean los autores para refreírse a los cuerpos infantiles, y focaliza lecturas contemporáneas en las cuales se identifica a la infancia como una dualidad arquetípica que por un lado se refiere al sujeto niño en tanto emblema del futuro y por tanto un cuerpo a conservar, y por el otro devela la existencia de su opuesto, el antiemblema, el niño que se puede abandonar.


En este trabajo de alguna manera se aborda “[…] aquello a partir de lo cual se construyen proposiciones coherentes (o no), se desarrollan descripciones más o menos exactas, se efectúan verificaciones, se despliegan teorías” (Foucault, 2010, p. 236) con respecto a la infancia, y por supuesto, a la familia. Interesa aquí hablar del reconocimiento del niño como una singularidad de la que se puede teorizar porque pertenece a un marco social más amplio, denominado ‘infancia’, y a la evolución histórica, cultural que dicho concepto alcanza, cuando pasa a reconocerse con su acepción en plural ‘infancias’: un devenir importante del concepto, porque le otorga un espacio de análisis propio de lo que, por estar en alguna situación de fragilidad, queda fuera de los paradigmas establecidos.


La ruta metodológica y conceptual de este documento se enfoca en la reflexión sobre categorías enmarcadas en un contexto histórico y se convierten en un producto de la apropiación que los adultos hacen de ella. De esta manera se revisa la noción de una niñez ideal, a partir de las lecturas clásicas de Philippe Ariès (1987) y Lloyd DeMause (1982). Posteriormente este escrito presenta la emergencia y evolución del concepto desde un enfoque político y sociológico que se instaura con la Convención de los Derechos del Niño (CDN) (UNICEF, 2006), que se legitima discursivamente a través de los aportes historiográficos latinoamericanos.


El interés último es ampliar la definición que agrupa y encierra estos cuerpos infantiles mediante una discusión biopolítica que retoma elementos de la teoría queer a través de los cuales se alude a un sujeto niño que, en tanto constructo social, es además un objeto cultural elaborado por los adultos que oscila siempre entre “el niño-futuro-emblema idealizado” (Edelman, 2014) y “el niño-cuerpo-animal invisibilizado” (Anzaldúa, 2016).


De la infancia histórica al niño como sujeto de derechos


No se trata de una realidad desligada de la relación concreta con el hombre y, de acuerdo con ello, de la relación humana con este espacio, pues ambas cosas son imposibles de separar (Bollnow, 1969, p. 25).


El estudio de la infancia en la historia se consolida con la publicación en 1987, de la conocida obra de Philippe Ariès, El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen, un trabajo señero que aborda especialmente el desarrollo de la infancia en suelo europeo. El estudio de Ariès, aunque debatido posteriormente (Pollock, 1990; Alcubierre, 2010; Del Castillo, 2006; Sosenski y Albarrán, 2012), es importante para la historia porque dio pie a múltiples reflexiones sobre lo que significó ser niña o niño en el Antiguo Régimen y se convirtió además en una línea base para los estudios sobre infancia.


A la par aparecieron también otros aportes sobre este tema, en el territorio norteamericano, que se consolidan como una antesala de la historia de la infancia en el continente, con el estadounidense Lloyd DeMause y su libro Historia de la infancia (1982) y que es significativo porque reconoce que la invención de la infancia, como categoría conceptual, es confusa y no se circunscribe a un espacio geográfico o a un momento histórico específico; cada época, cada territorio han tenido su propia relación con la niñez. Cada sociedad ha desarrollado una sensibilidad que le permite construir una noción, no necesariamente homogénea, sobre infancia.


Las miradas de Ariès y DeMause coinciden en ubicar el siglo XVIII como un punto álgido que contribuyó en aquello que los siglos venideros definirían como infancia. Fue en el siglo XVIII que se revalorizó la educación, ya no únicamente centrada en aspectos biológicos, sino en el cuidado especial sobre valores y virtudes. Para esa época, el niño debía representar el futuro de un cuerpo saludable y una mente sana, reflejo de un alma infantil y pura, que pretendía convertir esos cuerpos pequeños en seres humanos virtuosos. En este período “el médico prescribe, la madre ejecuta” (Donzelot, 1998, p. 21), una época en la que la relación entre pedagogos, médicos y familias se hizo más estrecha y se le dio a la madre un rol protagónico de cuidadora y de protectora de la vida íntima familiar.


En el contexto expuesto -siglos XVIII y XIX-, la noción de infancia se forjó en medio del vínculo entre familia y medicina, y más adelante con la pedagogía que se fortaleció a través de una campaña moralizante con la consigna de lograr que el hombre ilustrado fuera un ciudadano correcto. Según Ariès, antes de que se tuvieran estas nuevas concepciones de infancia los comportamientos sexuales no se restringían frente a los niños, se creía que los niños no tenían una conciencia en términos de desarrollo sexual, pero una vez que empezó a pensarse en la moralidad infantil, la atención se concentró en cuidar su inocencia, lo cual implicaba corregir los instintos sexuales con los que llegaban al mundo, para purificarlos.


La razón ilustrada logró ser una antesala propicia para el despertar psicológico, médico, pedagógico y social que se terminó de gestar en el siglo XIX. Uno de los más influyentes respecto al tema de la infancia fue Rousseau (2000), con sus propuestas que aparecen en el Emilio o de la Educación un trabajo en el que queda claro el cambio en el pensamiento de la época acerca de la educación y lo convirtieron en un referente obligado en esta área.


De ahí que sus postulados sobre la niñez se hayan convertido en paradigmas pedagógicos que guiaron la idea de infancia en los siglos posteriores (Alzate, 2003). Y aunque en el siglo XIX los esfuerzos se centraban en reflexionar sobre el cuidado infantil, la mirada en el niño aún tenía un sesgo utilitario, enfocado más en convertirlo en un adulto, que en valorar su momento actual del desarrollo; por esta razón −y aunque la historia como se le conoce hasta el siglo XIX tuvo avances significativos en materia de infancia−, la niñez debió esperar hasta el siglo XX para convertirse en tema central de la agenda política mundial.


Todas las preocupaciones derivadas de la Sociología, la Psicología y la Pedagogía se concentraron durante el siglo XX en proporcionarle a la niñez lo necesario para salvaguardarla. Se reconoció, entonces, que la niñez es una población vulnerable y, por tanto, la sociedad en pleno se debe a su cuidado y protección (Gadotti, 2011). Al siglo en mención se le conoció como el “siglo del niño”; el mundo entero se movilizó por la infancia y reconoció en ella un estado de vulnerabilidad extrema, que requería acciones para preservarla no solo con vida, sino en una situación digna y en un ambiente propicio para su naturaleza infantil.


De allí todos los movimientos políticos y sociales que surgieron, primero desde una perspectiva asistencialista y posteriormente centrada en el enfoque de derechos, como aún se le conoce hoy: el enfoque de derechos de la infancia en la declaración de los Derechos del niño (ONU, 1959), y el Tratado Internacional de las Naciones Unidas, firmado en 1989, resultado de la Convención Internacional de los Derechos del niño (CDN) (UNICEF, 2006).


Un nuevo enfoque en los estudios de infancia


Si bien la promulgación de los Derechos del Niño fue fundamental para darle un giro al concepto de infancia que se gestó en la modernidad, también la misma acción determinó una definición universal de lo que debería ser la niñez centrada más que todo en una visión adulto-céntrica, desde la cual la infancia como interés superior sigue estando en el nivel de lo deseable; ahora son cuerpos pequeños destinados al juego y la educación, controlados por personas adultas que “conceden ciertas libertades, pero se mantiene el énfasis en la provisión y protección que facilitan las relaciones generacionales de poder, dando muy poca atención al ámbito de la participación” (Pavez, 2012, p. 97).


Según la investigadora Pavez (2012), la creciente campaña de protección que la sociedad desplegó sobre la infancia a partir de esta época se contradice en la práctica, primero porque las investigaciones que hablan de la infancia en tanto categoría social son escasas, y segundo porque, aunque se habla del niño como un sujeto de derecho “no se permite su plena participación en la sociedad donde viven ni se consideran sus opiniones en los asuntos que les afectan” (Pavez, 2012, p. 82).


En consecuencia, aunque el siglo XX fue considerado el “siglo del niño”, la infancia como unidad de análisis se mantuvo ligada a los estudios en torno a la familia y la educación y fue solo hasta los años noventa que empezó a figurar como objeto de estudio independiente de otras estructuras sociales, lo que permite a los autores de este artículo ubicar a la infancia y la familia en el centro de las reflexiones de las Ciencias Sociales a través de un campo de estudio emergente denominado ‘sociología de la infancia’ (Voltarelli et al, 2018).


La niñez desde este enfoque aspira superar los presupuestos del desarrollo que establecen lo que es deseable y se espera que sea cada niño según la edad (estadio del desarrollo) en la que se encuentre. Es, en todo caso, un campo en construcción que tiene el reto de articular conceptos y métodos de cada área “para investigar a la niñez y la infancia, siendo necesario para ambas alcanzar una interlocución entre referencias teórico-metodológicas distintas” (Voltarelli et al, 2018, p. 286) y para problematizar las ideas preconcebidas sobre el niño como sujeto de derecho.


Esta forma de estudiar la infancia ha inspirado a las demás disciplinas que históricamente se han ocupado de la investigación sobre el mundo infantil, por ejemplo, la psicología, la historia, el trabajo social, la pedagogía. Aplicando la perspectiva sociológica, los especialistas de estas áreas empezaron a realizar estudios que condujeron a “[…] una ampliación del campo hacia lo que es conocido como Estudios Sociales de la Infancia” (Qvortrup et al, 2009, cit en Voltarelli et al, 2018, p. 286).


Los ‘Childhood Studies’ o estudios de la infancia han sido referenciados por ejemplo por Popkewitz (1998, 2015, Popkewitz y Guorui, 2020), ubicando a la niñez en un nuevo lugar de interrogación para las Humanidades y las Ciencias sociales, inicialmente planteada por académicos europeos y norteamericanos, pero eventualmente ampliada por las perspectivas de sus estudiosos desde diferentes disciplinas en América Latina.


El giro paradigmático aquí es importante, sobre todo para el caso de este artículo, porque desborda las definiciones de niñez del siglo XIX, centradas en una naturaleza que se define por etapas y que homogeneiza a los niños, permitiéndonos comprender que la infancia es una construcción social, un entramado teórico social con una alta carga ideológica y política, de la que se desprende un trato específico hacia la niñez en cada época y contexto.


A finales del siglo XX las investigaciones desde una perspectiva social acerca de la infancia se hicieron más notorias, y la participación de América Latina se incrementó, intentando con ello consolidar un nicho de estudio específico de la infancia multidisciplinar, con enfoque social. El campo de investigación se construyó alrededor de temas como los derechos, la agencia, la participación, la ciudadanía y la vulnerabilidad social.


En los textos situados en realidades de Latinoamérica se suele dedicar un espacio a estudiar las transformaciones estructurales en las políticas sociales de infancia, prestando atención a los siguientes aspectos: primero, la contextualización de la crisis por la que han pasado la mayoría de los países y los indicadores sociales en relación a la infancia; segundo, identificación de la restructuración de políticas y planes de acción dirigidos a la niñez, señalando que están conectados con la CDN. En tercer lugar, hay una descripción de los espacios federales, estatales y municipales destinados a infancia. Como cuarto, está el análisis de políticas de inclusión e integración social, guiadas por el discurso de los derechos de protección, cuidado y reinserción. En último lugar, se registra una serie de publicaciones destinadas al estudio del proceso de institucionalización de la niñez y de la perspectiva de estos sobre las instituciones (Voltarelli et al, 295).


Adicional a lo anterior, uno de los temas derivados de estos nuevos interrogantes sobre la infancia, y el que más interesa aquí, es la consolidación de “las infancias”, un concepto que desmantela la idea universal de niñez como constructo homogéneo y le abre el camino a la multiplicidad de niños que existen y han existido a lo largo de la historia en todos los territorios. En esta nueva perspectiva entra la niñez que ha estado históricamente al margen: pobre, huérfana, migrante, a la que apunta la historiografía latinoamericana y la reciente producción de investigaciones ubicadas en el campo de los estudios sociales de la infancia.


Aportes desde Latinoamérica a los estudios de infancia


Las ideas de Europa se insertaron en América Latina desde una óptica colonialista, asunto que tornó problemática la construcción de un punto de vista propio y durante mucho tiempo redujo la historia de la infancia, y por tanto de la familia y sus cuidadores en esta parte del continente, a una herencia de Occidente.


El campo de estudios que se ha estado construyendo sobre este tema en los programas de formación donde se ubican las ideas de este trabajo, sortean los obstáculos a partir de investigaciones que se preguntan por la infancia y la familia, ya no tangencialmente sino de manera directa, ancladas en realidades situadas. Esto ha sido posible porque desde el ámbito académico en el área de las ciencias sociales, la niñez ha logrado incluirse como un objeto de estudio y porque desde la promulgación de los Derechos del Niño, América Latina1 empezó a cuestionar de manera directa el trato que se le da a la infancia en tanto sujeto de derecho.


Los historiadores actuales en Latinoamérica coinciden con Ariès en que por lo menos hasta el Medioevo, no existía un concepto definido de niñez ni tampoco “un espacio simbólico reservado a los niños, cuestión que podía apreciarse en la ausencia de literatura o juegos diseñados especialmente para los infantes” (Del Castillo, 2006, p. 17). La historiografía también resalta como aporte significativo y común a la historia de la infancia en términos universales, la división por etapas del desarrollo que, como lo expresa Del Castillo, al diferenciar el tiempo de la infancia y de la adolescencia, logró visibilizar al sujeto infantil y le abrió un espacio de interacción propia, que finalmente contribuyó en la construcción cultural y estética de lo que hoy entendemos por niñez.


Sin embargo, sobre la inexistencia de una noción y un sentimiento de niñez antes del siglo XVIII los historiadores actuales se distancian de los aportes de Ariès, porque las perspectivas recientes en este campo señalan que cada sociedad ha hecho su propia construcción de infancia. Según Sosenski y Albarrán (2012), los inicios de estos estudios en América se dieron a través de temas relacionados con la educación, la familia o las prácticas gubernamentales que, si bien no estaban enfocados directamente en la figura infantil, sí abrieron el espacio para instalar las reflexiones que en la actualidad se están desarrollando y que permiten traer a un primer plano las voces de los niños.


Son estos aportes de las investigaciones recientes sobre el pasado y la configuración de la niñez en términos históricos, los que permiten afirmar que, en efecto, el sentimiento asociado a la infancia ha existido desde siempre, pero fue invisibilizado por el violento proceso de conquista y colonización que vivió el continente. Por esta razón la historia de la infancia en América tiene un antes y un después de la invasión española.


Antes estaba caracterizada por la sabiduría y cultura propia de los pueblos indígenas y después se configuró a partir de un proyecto colonizador iniciado en el siglo XV y extendido hasta el siglo XIX. En consonancia con ello, el devenir histórico de la niñez, específicamente en Latinoamérica, así como el de la emancipación y constitución de los Estados, está influenciado por la guerra, la pobreza y la inequidad.


En este contexto, reconstruir el pasado de la niñez no es otra cosa que evidenciar, como lo dice Patricia Castillo (2015, p. 98) en su artículo acerca de una lectura crítica de la historia de la infancia en América Latina y Chile, “la historia de sus desigualdades” hecha de retazos de voces múltiples y diversas, imposible de organizar. De la misma manera lo plantea Ariès (1987) para Europa, a través de un discurso secuencial y homogéneo. El devenir de estas infancias está lleno de contradicciones materiales y simbólicas que desde la época prehispánica hasta la actualidad han sido definidas por las diferencias.


Las investigaciones contemporáneas aluden a una transmisión intergeneracional de la desigualdad, que según Castillo (2015) está íntimamente relacionada con aspectos subjetivos de la reproducción social en la que se encuentran imbricadas las relaciones entre el mundo del adulto y el del niño. Por esta razón, los historiadores actuales se han puesto en la tarea de presentar un panorama que profundice en las especificidades del contexto latinoamericano, y supere los ya establecidos hitos históricos presentados por Ariès (1987) y DeMause (1982), entre otros como Heywood (2001).


Recuperar la historia desde y para América Latina implica un ejercicio de pensamiento decolonial, que durante las últimas décadas se ha encargado de posicionar la construcción identitaria y cultural del continente desde antes de la conquista; un momento que, al caracterizarse, como ya se expresó, por ser un periodo violento de “culturación y aculturación” (Castillo 2015, p. 98), alteró de manera determinante lo que era la vida y las relaciones sociales hasta antes de ese momento.


Uno de los impactos más fuertes en este periodo, y el que más permeó la identidad cultural, fue el proceso migratorio propio del proyecto colonizador; los datos demográficos estiman que fueron alrededor de “53.000 los españoles que emigraron a América en el curso del siglo XVIII” (Bethell, 1990, p. 35). Tenían la misión de estabilizarse en lo que ellos consideraban el nuevo mundo, y a su vez debían implantar la cultura propia y, por ende, culturizar al pueblo aborigen, acción que implicaba eliminar todo elemento identitario anterior, incluidas las prácticas de crianza.


La imposición de un estilo de vida nuevo, en detrimento de todo lo que América ya tenía como historia, convirtió al niño indígena en una sombra del pasado de los pueblos originarios; en una figura ausente que solo sale a la luz cuando la iglesia católica y su misión evangelizadora alrededor del siglo XVIII, trata de rescatarla de una especie de oscuridad con la que Europa asoció el territorio conquistado.


La historiografía reciente se ha encargado de romper estos paradigmas a través de investigaciones que han impactado de manera favorable durante las últimas décadas los estudios de infancia y que rescatan las formas de vida y agrupación social que se mantuvieron desde antes, en las cuales se le tenía consideración especial a la niñez. Han sido varios los investigadores que se han encargado de reposicionar la figura infantil en América, todos con el interés de posicionar el sentimiento de infancia que había antes del descubrimiento y que se mantuvo (Fass, 2006), a manera de resistencia cultural, durante la Colonia.


Entre estos figuran las propuestas de Mannarelli y Rodríguez (2007), quienes retoman esta idea del niño histórico, pero proponen un aporte al tema desde diversas disciplinas y países latinoamericanos abarcando la época prehispánica, la época colonial, y los siglos XIX y XX. Estudios sobre crónicas e iconografías llevados a cabo en el libro compilado por estos autores, dan cuenta de que en los pueblos mesoamericanos y en el periodo precolombino se tenía en consideración a la infancia.


En estos aportes se encuentra evidencia histórica que devela como en el mundo prehispánico existían actitudes afectivas reservadas para la niñez, visibles en prácticas de crianza que incluían un lenguaje amoroso y un espacio destinado a las actividades lúdicas. Lo anterior se puede ver en diversos objetos encontrados y analizados por los historiadores, entre ellos materiales de juego que producían sonidos, como sonajeros elaborados con caracoles, imágenes de cerámica que reproducían animales en miniatura y tenían además ruedas en las patas, y diversidad de objetos reservados para el universo infantil que incluían trompos, volantines y muñecas, como lo plantea Castillo:


Pese a que normalmente se desconoce, en las culturas precolombinas (Aztecas, Mayas, Incas y Muiscas, entre otras) la infancia era algo más que un hecho biológico: era un asunto cultural. La conciencia sobre la importancia de la reproducción y el crecimiento del grupo humano implicaba un estatus de protección para la mujer embarazada y para los niños y niñas. Esto se traducía en ceremonias y ritos que festejaban el embarazo y nacimiento, y en algunas sociedades prehispánicas hubo importantes consideraciones para con la educación de los niños y niñas (2015, p. 99).


Este mundo de lo infantil prehispánico, fue luego invisibilizado por sucesos que intentaron despojar de identidad a los pueblos originarios con proceso colonizador que tuvo un impacto transcultural, al que se le debe agregar el tema de la recomposición social, fruto de una población migrante que, además de españoles, estaba conformada por gran cantidad de personas esclavizadas. La intrusión violenta con la que se quiso poblar el territorio ocasionó, entre otras cosas, la propagación de enfermedades que durante los siglos XVI, XVII y XVIII cobraron numerosas vidas, y que desde la perspectiva colonial se veían como un deceso de población productiva.


El discurso religioso definió, entre los siglos XVII y XVIII, la concepción de infancia que se construyó en América Latina, de ahí se derivó una diferenciación sobre la educación que se impartiría a los pequeños, que constituía la identidad del niño entre amo o sirviente, aceptando la esclavitud y dividiendo en dos polos a la infancia: niños libres y niños cautivos. El niño libre pertenecía a una familia que podía acceder a sirvientes y esclavos, en tanto que el niño cautivo nacía bajo el cuidado de una familia de esclavos que debían servir a sus dueños.


Así se establecieron las relaciones entre las castas sociales; mientras los niños ricos libres debían convertirse en adultos lo antes posible, los niños cautivos y esclavos eran ya adultos antes de llegar a la adolescencia, y específicamente para la infancia así se marcó una historia de diferencia y desigualdades que estructuró una idea de niñez, con la consigna de conservarlos con vida, pero manteniendo sus diferencias de clases sociales (Alzate, 2012). Los procesos de educación perpetuaron este sesgo y durante la Colonia, con la consigna evangelizadora, organizaron escuelas indígenas para enseñarles castellano, religión y habilidades manuales:


Para los niños de los criollos y de algunas familias indígenas de alto rango existían escuelas elementales privadas. La autoridad civil fijaba las condiciones para su apertura y señalaba el régimen de matrículas pagadas por los padres de los alumnos. Pero correspondía a la Iglesia conceder a los maestros el permiso de enseñar, en función de su origen español y de sus aptitudes morales. Las escuelas elementales impartían lecciones de lectura, de escritura y/o aritmética, según la tarifa pagada por los padres; el acento principal estaba en el catecismo y la religión (Helg, 1987, p. 18).


Lo anterior da cuenta de una violencia estructural implantada en América Latina que, a través del proceso evangelizador para el nuevo mundo, hizo de los niños sus principales receptores. El órgano máximo de poder que para los siglos XVI y XVIII ya se había oficializado y aceptado socialmente: era la iglesia católica. A través de ella se mantuvo la represión sobre cualquier tipo de idea de transformación cultural que pudiera amenazar el orden eclesial.


Así, aunque para el siglo XIX esta parte del continente ya respiraba aires independentistas, la iglesia logró conservar su estatus e influencia social, mantenida en el tiempo luego por la vía de la educación. Esto produjo una doctrina pedagógica destinada a “formar vasallos que sirvieran, según su casta, a la Corona, honestos ciudadanos, buenos católicos y diestros trabajadores” (Helg, 1987, p. 20).


Dicha doctrina luego se convirtió en un sistema educacional que se arraigó fuertemente en la cultura, tanto así que al llegar al siglo XIX el proyecto educativo ya estaba totalmente instalado, sobreponiéndose incluso a la resistencia de los indígenas, quienes no objetaron esto en la posterior disputa independentista; “aun cuando puede sonar un poco categórico en lo que se refiere al tratamiento de la infancia: el proyecto ideológico bajo el cual son nominados y segregados los niños y niñas no era lo que entraba en crisis” (Castillo, 2015, p. 100). El sistema educativo moderno fue importante para marcar un posible antes y después relacionado con el cuidado de los niños, a partir de su implementación en América se hizo evidente la separación de espacios de socialización entre niños y adultos.


A los niños se les sacó de la calle o de los lugares donde se reunían los adultos y se les destinó a la escuela como lugar ideal, “y en este camino de diferenciación se les construyó una identidad de la que antes históricamente carecían” (Del Castillo 2006, p. 20). Por eso es lógico suponer que en los lugares donde hubo mayor difusión y aceptación del sistema educativo, también hubo un desarrollo más profundo del concepto infancia y, en consecuencia, una construcción cultural de esta noción, que cualitativamente se diferenció de las etapas anteriores.


Lo que se resultó como herencia europea, además de la transmisión de enfermedades, fue la institucionalidad, y con ello la introducción de políticas de higiene y moral, que así como operó en Europa, en esta parte del continente se materializó en campañas de cuidado orientadas a la maternidad, que en todo caso no estaban dirigidas a la sobrevivencia de la comunidad o la cultura.


La educación estuvo imbricada a las ciencias médicas, que a su vez ayudaron a construir una visión de infancia asociada al racismo. Por ejemplo, en Colombia esto se presentó mediante discursos médicos controversiales, con planteamientos como los del médico Miguel Jiménez López en una cátedra inaugural de patología mental en la Universidad Nacional de Colombia en el año 1918, en ella sugería que las características de salud mental, en este entonces denominadas directamente como locura, eran producto de una raza degenerada; dicho tema fue el centro del debate médico entre 1920 y 1935. Es por eso que el historiador Sáenz y Saldarriaga, et al (1997) indican que “desde finales del siglo XIX, las instituciones médicas colombianas empezaron a apropiarse de una serie de nociones sobre infancia, fundamentadas en discursos con pretensión de cientificidad” (p. 209).


Eran discursos que usaban nociones “médicas higiénicas, psiquiátricas, biológicas, psicológicas, sociológicas y criminológicas” (Sáenz y Saldarriaga, et al 1997, p. 210). Bajo estos presupuestos se trataba de explicar las razones por las cuales el pueblo colombiano, en relación con otros países, era más violento, menos productivo y tenía más índice de enfermedades mentales. Dicho presupuesto, validado durante varios años a nivel académico y científico, sugería, como lo explica Sáenz, que “en tanto ʽdegeneradaʼ, la raza colombiana sería una raza primitiva e infantil y por lo tanto los niños y las niñas nacionales representarían la infancia de la infancia: eso es, serían doblemente primitivos y salvajes en relación con aquellos de raza civilizada, como la europea” (1997, p. 211).


Este pensamiento, que no es muy diferente del que se gesta en esos años en el resto de los países en América Latina, permeó el discurso médico y a su vez le dio un sentido especifico a la educación de los niños. Los médicos contribuyeron a dotar de significado el cuerpo, mientras que los pedagogos se responsabilizaron de la moral infantil, regida, en todo caso. De allí que Del Castillo (2006) hable de un nuevo paradigma de niñez latinoamericana, “en estrecha conexión con otros saberes y disciplinas surgidos en Europa durante la segunda mitad del siglo XVIII: la pediatría, la pedagogía, la psicología social y la antropología” (p. 20).


Este contexto esboza un panorama en el que las voces infantiles emergieron, y un espacio teórico en el que a su vez se consolidó una idea de infancia que fue abriéndose paso a través de diversos roles que la misma sociedad le impuso, calificando al niño como salvaje y peligroso, merecedor de políticas de encierro en espacios escolares. Dichos roles fueron estereotipos que se le asignaron de manera indiferenciada a todos los niños del continente, pero que en los estudios históricos recientes empiezan a matizarse porque se entiende que “existieron tantas infancias como niños y que tal vez ninguna niñez se parezca a otra” (Sosenski y Albarrán, 2012); es decir, no puede existir una historia total y única de la infancia.


Otras infancias: del niño emblema al niño abandonable


No existe un rasgo común que vincule a todas las infancias latinoamericanas (Sosenski y Albarrán, 2012).


Este contexto permite comprender por qué el concepto de infancia se transforma al mismo tiempo en un discurso destinado a pensar las subjetividades y en un instrumento de control biopolítico. Tres instituciones principales han dejado marcas en la experiencia infantil, tanto por su presencia como por su ausencia: “la familia, la escuela y los medios de comunicación” (Bustelo, 2007, p. 23), esferas de poder que -al delimitar el espacio por el que transitan los niños- se convierten en campos experienciales y conceptuales donde “los niños son por antonomasia los que no tienen poder” (p.34).


Lo anterior sugiere que la niñez está contenida en una forma de biopoder discursivo, y sacarla de ese espacio implica, primero, comprender los paradigmas hegemónicos que la han definido para luego repensarla, o, como lo propone Bustelo, “recrearla” (p. 4) en un campo epistemológico más amplio, en el que tengan cabida diversas formas de ser niño; un lugar lo suficientemente abierto para que emerjan otras infancias.


Esta lectura que plantea Bustelo tiene sus bases en la perspectiva biopolítica que desarrolla Foucault (2000) y que luego retoma Agamben (2001) desde la filosofía del lenguaje para postular la idea de gobierno como forma de poder, que pasa del dominio territorial al control poblacional para administrar y decidir acerca de los cuerpos de las personas. El tema pasa por una soberanía del Estado que además de extenderse geográficamente se hace efectiva en los ciudadanos, específicamente en los cuerpos de infantiles.


Por eso es que Edelman (2014), crítico literario estadounidense, en su trabajo sobre la teoría queer y la pulsión de muerte, plantea que en el discurso biopolítico los cuerpos infantiles ya no representan al niño como tal, sino como “emblema incuestionable” (Edelman, 2014, p. 18) de un futuro posible, es decir, encarnan a potenciales adultos que el Estado necesita para llevar a cabo su plan de gobierno. Esta es la lógica del ‘niño emblema’ como la figura que agrupa todos los valores que la sociedad considera fundamentales.


En el trabajo No al futuro. Teoría queer y la pulsión de la muerte (2014) Edelman sostiene un discurso biopolítico que, desde la teoría queer, analiza la figura del niño, como un ser omnipresente, al que la sociedad ha convertido en el centro de los discursos políticos. Según esto, detrás del interés superior de la infancia y de la excesiva idealización que se tiene del niño, lo que existe es una idea del cuerpo pequeño como un sujeto que garantizará la reproducción de la especie humana y a su vez mantendrá un orden social vinculado a valores heteropatriarcales.


En este sentido, el niño vale porque sostiene en su cuerpo los valores deseados y además es garante de que estos se reproduzcan y mantengan en el tiempo. El trabajo de Edelman nos permite analizar también, en contraposición con dicho paradigma hegemónico, a las minorías sociales que, por su orientación sexual o condición vulnerable, no son futurizables. Edelman se refiere en este caso a las personas queer, pero su análisis nos sirve en este artículo para integrar allí a los niños que por diversas razones de vulnerabilidad no encajan en el ideal de cuerpo infantil.


Para Edelman, la exaltación de este cuerpo infantil, valioso por lo que podría llegar a ser, es simultáneamente la negación absoluta de otros cuerpos catalogados como femeninos, monstruosos o anormales. Al niño se le asocia con un estado de pureza y vacío de subjetividad, en el que la vida se presta para ser moldeada a parámetros ideológicos, y cualquier fisura de este estado imaginario se entiende como una posible amenaza al orden social. El niño emblema, del que hablaba Edelman, representa esa vida a futurizar:


No es casualidad que sea la era del sujeto universal la que produce como la verdadera figura de lo político (y también como la encarnación de la futuridad colapsando de forma indecible en el pasado) la imagen del niño tal y como lo conocemos: el niño que se convierte, en palabras de Wordsworth, pero de forma aún más punitiva, en el ‘padre del hombre’. Este niño que ha sido históricamente construido […] ha venido a encarnar, a nuestros ojos, el telos del orden social, y ha llegado a ser percibido como aquel para quien ese orden debe mantenerse en salvaguarda perfecta (Edelman, 2014, p. 30).


Hacer del niño un emblema significa transformarlo en un objeto de representación que transmite un efecto. Y según las propuestas de Edelman el efecto que se quiere causar a partir de la idealización de la infancia es el de la admiración y el amor hacia estereotipos físicos considerados bellos y correctos, que además deben corresponderse con rostros homogéneos asociados al carácter angelical con el que se suele relacionar la infancia. Aspectos como salud, robustez e higiene en cuerpos de niños blancos, de ojos claros y rubios, con apariencia de ingenuidad e inocencia, son las imágenes que nos han acompañado en la publicidad y en los manuales de lectura escolar.


Desde esta perspectiva, si la niñez como totalidad de un ideal, es la representación de un emblema, entonces las infancias que han sido vulneradas (desarraigados, exiliados, desplazados, abandonados) ocupan el rol del ‘antiemblema’, se configuran como la negación de la vida potencialmente adulta. En los cuerpos de estos niños que ya han sido marcados por la violencia directa, así como ocurre también con los cuerpos queer, está todo lo que resulta intolerable para una sociedad homogeneizadora; lo infantil aparece fisurado, demonizado, porque se opone a su idealización.


Estos cuerpos-otros, no solo niños, sino todos los inasimilables, son abordados en la línea de los estudios culturales por Gloria Anzaldúa en el libro La nueva mestiza (2016), en el que la autora estudia la figura de lo marginal a través de la subjetividad de mujeres y hombres chicanos, estigmatizados y segregados históricamente. Según ella, la condición fronteriza de estos sujetos, geográficamente situados “entre Texas, en el suroeste de Estados Unidos, y México” (Anzaldúa, 2016 p. 35), los excluye de un grupo identitario definido, quedando en el mapa cultural y político como personajes que viven en los bordes.


En este contexto, los bordes son los lugares donde solo viven “los atravesados: los bizcos, los perversos, los queer, los problemáticos, los chuchos callejeros, los mulatos, los de raza mezclada, los medio muertos; en resumen, quienes cruzan, quienes pasan por encima o atraviesan los confines de lo «normal»” (Anzaldúa, 2016, p. 42).


Tanto Anzaldúa como Edelman problematizan la identidad de una manera que es sugerente en el contexto de este artículo, porque en sus discusiones sobre lo queer, confrontan el imaginario sobre el que la heteronormatividad y el Estado heteropatriarcal (Butler, 2022), ha construido la idea de familia y sociedad basada en hacer de lo diferente una fuerza antagónica opositora de esa infancia pura, insignia del futuro. En este sentido, el sujeto queer desafía la reproducción y el género, y el niño antiemblema pone en jaque la idea ser humano deseable.


Por eso comparten un estatus de discriminación y segregación social, y por tanto


La queeridad deshace las identidades a través de las que experimentamos como sujetos, insistiendo en lo real de un goce que ya ha sido clausurado de antemano por la radicalidad social y por el futurismo en el que esta se basa […] no consiste en un ser o un llegar a ser, sino más bien en encarnar el resto de ese real que es interno al orden simbólico. […] Ese resto innombrable […] es una jouissance, que a veces se traduce como “goce”: un movimiento más allá del principio de placer, más allá de la diferencia entre placer y dolor, un pasaje violento más allá de los límites de la identidad, el significado y la ley (Edelman, 2014, pp. 48 - 49).


El despotismo con el que los Estados construyen su idea de nación segrega a estos sujetos por considerarlos frágiles, inestables o extraños. Y para separarlos del resto de la sociedad crea un sistema que les niega el derecho a una vida digna, desplazándolos, sistemáticamente, hasta ubicarlos en los bordes físicos y simbólicos de la comunidad. Este tipo de discriminación social agrupa a todas las personas que se salen del margen establecido por la ley y la moral religiosa.


De ahí que en la categoría de “los atravesados” y en ese lugar fronterizo, que ya se ha mencionado, también se incluya a los niños antiemblema. Ellos, ubicados “en un lugar de contradicciones” (Anzaldúa, 2016 p. 35), donde resulta imposible reconocerles su humanidad. El valor de su vida se los asigna otro, y mientras tanto deambulan entre “las vidas vivibles, las vidas que tienen futuro y las vidas abandonables [es decir que] habitan de distintos modos una temporalidad incierta” (Giorgi, 2014, p. 16).


Es a esta niñez a la que dirigimos la mirada en este texto, porque en torno a su anomalía se “arman epistemologías, órdenes formales, universos de sentido que responden a esa condición de lo político” (Giorgi, 2014, p. 31) en la que se puede producir una redefinición de lo corporal y de lo viviente.


Otras infancias: del niño emblema al niño abandonable


Con todo lo anterior, y con la intención de ruptura con la visión del futurismo y la imagen del niño emblema, los procesos de indagación en esta línea reclaman pensar la infancia por fuera de los marcos conceptuales que mantienen como una construcción moral asociada a la pureza. Hay que desplazar la mirada, descubrir la niñez en las fisuras, en esos espacios poco explorados, en los que existen múltiples subjetividades infantiles que se escapan a los paradigmas de un orden social homogéneo y heteronormativo.


Así que, el abordaje Posestructuralista2 es importante en esta fundamentación de la línea de investigación gracias a los cuestionamientos de los axiomas fundamentales del lenguaje occidental. Se propone una ruta para la investigación que se aleja del logocentrismo como patrón occidental para producir significados mediante una estructura binaria, pues la propuesta que se delinea desde este artículo toma distancia de las miradas estructuralistas en su pretensión por entender categorías como infancia y familia a través del moldeamiento de una lingüística estructural distante del contexto concreto, y que son mediadas por un tercer orden dado por los discursos y las posturas hegemónicas.


En este sentido, esbozar un camino teórico para reflexionar sobre la construcción discursiva que rodea estas subjetividades y sugerir que es posible pensarlas fuera de los márgenes ya conocidos, es el acto fundamental para romper con las cadenas del futurismo y de toda concepción asociada al niño emblema. Es el “punto de partida” (Bustelo, 2007, p. 16) en una emergente producción discursiva, destinada a pensar las subjetividades agrupadas bajo la categoría de lo infantil, infancias y adolescencias que, por su condición ambigua e inestable, se escapan de los paradigmas establecidos y demandan una reconceptualización.


Finalmente, los trabajos que interesan a estas posibilidades pretenden incidir en el campo disciplinar en el sentido de lo académico y del estudio generalmente desarrollado en ambientes de formación superior como en los que se encuentra la línea de investigación que origina este trabajo (Runge et al, 2018). Al interior del mismo están grupos de investigación e investigadores interesados en la difusión del conocimiento producido para participar del ámbito académico con la configuración de este campo científico y de estudio. Allí se encuentran los intereses de esta línea, atendiendo a ramas especializadas de la pedagogía que hacen parte de lo disciplinar teórico-práctico-aplicado.


Se trata de la Pedagogía general con temas como la historia de la educación, de la formación, de la pedagogía, de las instituciones educativas y del currículo, la antropología pedagógica y la filosofía de la educación. La Pedagogía infantil y preescolar que incluye aspectos como lo familiar, la edad temprana, el preescolar y lo reeducativo. La Pedagogía escolar e institucional que le interesa la administración y organización educativa, los medios, la didáctica y la metódica, la evaluación y la calidad educativa. Y la Pedagogía intercultural que se ocupa de la Etnoeducación, la educación en los pueblos originarios, afrodescencias y la diversidad. Todas estas son algunos de los subcampos de la pedagogía como campo (Runge et al, 2018), entre otras.


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