FEMINICIDIOS EN LA LITERATURA LATINOAMERICANA, UNA LECTURA SOCIOLÓGICA



Irma Lorena Acosta Reveles
Autora de correspondencia. Doctora en Ciencia Política, Docente-investigadora de la Universidad Autónoma de Zacatecas, México. Integrante del Sistema Nacional de Investigadores (SNI), nivel 2.
https://orcid.org/0000-0003-1117-7111
ilacosta@uaz.edu.mx



Norma Angélica Becerra Cuevas
Maestra en Ciencia Política, estudiante del Doctorado en Ciencia Política, Universidad Autónoma de Zacatecas, México.
https://orcid.org/0009-0008-7947-1396
28902580@uaz.edu.mx



RECIBIDO: 26/09/2023

ACEPTADO: 22/11/2023

PUBLICADO: 15/01/2024



Cómo citar: Acosta Reveles, I., Becerra Cuevas, N. (2024). Feminicidios en la literatura latinoamericana, una lectura sociológica. Telos: Revista de Estudios Interdisciplinarios en Ciencias Sociales, 26(1), 164-182. www.doi.org/10.36390/telos261.11


RESUMEN


Acercarse desde la narrativa al núcleo de la violencia feminicida es posible. Puede constituir, incluso, una vía de enriquecimiento a métodos ortodoxos de análisis social porque el discurso literario se alimenta —crudamente, en este caso— de la realidad. Teniendo como premisa que el arte literario retrata con criterios estéticos quiénes somos y cómo nos movemos en tanto sociedad (Goldmann, 1964, Lukács,1989; Chuaqui Numán, 2002; Ortiz et. al. 2021), el objetivo de este artículo es demostrar a través un conjunto de teorizaciones sociológicas, que las representaciones literarias constituyen un valioso acervo para descifrar las causas de la violencia de género. Por tanto, a través del análisis de contenido literario es posible sacar a la luz los pormenores de las instituciones sexistas, de las que somos todos partícipes. En el plano metodológico, los insumos para la valoración hermenéutica fueron obras literarias referidas a feminicidios en su trama, cuentos y novelas publicadas en las tres últimas décadas en países de América latina, y referidas a sucesos del mismo contexto geográfico. El criterio numérico para agotar el examen fue la saturación, procediendo la lectura conforme se fueron encontrando las evidencias. Se revisaron finalmente diez piezas literarias entre una gran cantidad de títulos que refieren asesinatos de mujeres por el sólo hecho de serlo. Se concluye que (1) los relatos de feminicidios, sean en el espacio público o íntimo, emulan la interacción típica entre personas que, por ser de distinto sexo, no están investidas socialmente del mismo valor y dignidad; y (2) los fragmentos literarios comunican con eficacia un statu quo en el cual los hombres ejercen poder sobre las mujeres, en virtud de un entramado de prácticas, normativas, roles, creencias y significados que reproducen privilegios masculinos a expensas de la potencia vital de las mujeres.

Palabras clave: Literatura latinoamericana; violencia de género; violación de los derechos humanos; roles de género; institucionalización; Sociología; Ciencia política.

 

Femicides in latin american literature, a sociological interpretation


ABSTRACT


Approaching from the narrative to the etiology, to the core of femicide violence, is possible. It can even constitute a way of enrichment for scientific social analysis methods; literary discourse feeds —crudely, in this case— by reality. This article validates that literary art captures with aesthetic criteria of who we are and how we move as a society (Goldmann, 1964; Lukács,1989; Chuaqui Numán, 2002; Ortiz et al. 2021); therefore, its proposed is to show that their representations constitute resources of great value for the sociological study of violence against women, by highlight the details of the gendered institutions in which all we are participants. The inputs were collected from ten works published in recent decades, which refer to femicide in the Latin American region; the methodological criterion was saturation. The texts were selected from a large number of literary pieces that refer to the murders of women for the mere fact of being women. It is concluded that these representations, whether they occur in public space or privacy, emulate the typical social interaction between people who, because they are of different sexes, do not play socially as equivalents for not being socially invested with the same value and dignity. The literary fragments effectively communicate a status quo where the superior position of all men over all women prevails: a reticle of practices, regulations, roles, beliefs, and meanings that safeguard male privileges at the expense of women's vital power.

Key words: Latin American literature; Gender-based violence; Human rights violations; Gender roles; Institutionalization; Sociology; Political science.

 

INTRODUCCIÓN


Sin una palabra que los nombrase, los feminicidios han sido por milenios parte del acontecer social a lo largo y ancho del orbe. De ahí que desde la época antigua hayan trascendido a las obras artísticas, literarias, pictóricas o teatrales. Hoy la especificidad de estos crímenes se aprecia con claridad, gracias a que una parte de la población militante los ha situado en el centro del debate jurídico y político. En consecuencia, las autoridades los contabilizan, ocupan espacios en los medios de comunicación (a riesgo de incurrir en la revictimización o el espectáculo), y la mirada pública está puesta en ellos.


Por supuesto, las ciencias sociales tienen el compromiso de desentrañar la naturaleza de los diferentes tipos de violencia hacia las mujeres. En principio, para explicar sus causas estructurales y esclarecer sus determinantes próximas; y enseguida, para coadyuvar a desterrar estas conductas del paisaje cotidiano, alejando su cariz de normalidad en el imaginario colectivo.


Aquí se plantea a modo de hipótesis, que una vía para avanzar en ese camino, consiste en apelar a insumos explicativos y de sensibilización transdisciplinares, como los que proporciona, en el campo de las humanidades, y específicamente la narrativa literaria; pues los relatos que brindan numerosas novelas y cuentos —sean del tipo policial, periodístico, negro, psicológico, realista, con ingredientes fantásticos— fungen como caja de resonancia de la realidad (Goldmann, 1964, Lukács,1989; Chuaqui Numán, 2002; Ortiz et. al. 2021). En efecto, del análisis del discurso literario emergen datos valiosos para esclarecer los mecanismos íntimos del tejido social.


En esa tesitura, la investigación se propuso demostrar que la narrativa latinoamericana proporciona elementos de enorme riqueza para la comprensión sociológica de la violencia feminicida, y, por ende, que puede ser un recurso complementario al canon metodológico convencional.


La proyección metodológica para cumplir con ese objetivo implicó un ejercicio analítico de carácter hermenéutico; en tanto que los insumos de interpretación provienen de una serie de textos narrativos de los subgéneros cuento y novela, concernientes a sucesos feminicidas escenificados en países de la geografía latinoamericana. Resultaba irrelevante para la elección del material la nacionalidad de origen o sexo del autor o la autora. Cronológicamente, las publicaciones corresponden a los tres últimos decenios, lapso en que va ganando visibilidad el fenómeno del feminicidio. La localización, lectura y sistematización de evidencias se realizó en el transcurso del año 2023.


La presente pesquisa arrojó elementos suficientes para concluir que los sucesos que refieren abusos de hombres contra mujeres (ambos en su sentido genérico), y en concreto, cuando los primeros incurren en violencia letal contra una persona de sexo femenino, la interacción no se produce entre entes en igualdad de condiciones, activos y posición social. En cambio, en esa relación se posicionan todos los hombres en su cualidad social de superioridad, frente a todas las mujeres que no son portadoras de la misma estima social. Esta afirmación deriva del enfoque epistémico crítico que atraviesa la argumentación, y que corresponde a las teorizaciones feministas de la igualdad (Amorós, 2005).


En contenido se entrega en tres secciones. En la primera se encontrarán los apuntes conceptuales necesarios para la disertación, seguidos de la metodología.


La segunda parte acude a fragmentos literarios emblemáticos para dejar expuestas las pautas de relacionamiento jerárquico entre hombres y mujeres; pautas que son persistentes, a pesar de las intenciones sociales declaradas de lograr mayor equidad. La inspección se ordenó para fines expositivos en torno a varios núcleos que, como se verá, son persistentes y se mantienen interconectados. Todos ellos tienen sentido en la preservación de los imaginarios sociales de feminidad.


A modo de conclusión, en la última sección se reflexiona sobre el material literario analizado, en su pertinencia para dialogar, desde otro lugar, con la teoría social crítica y feminista. Asimismo, el ejercicio interpretativo señala una ruta transdiciplinaria capaz de documentar y poner a la vista las relaciones de poder patriarcal.



Del marco de interpretación y la metodología


Por principio, conviene colocar algunas definiciones claves para distinguir y nombrar con acierto las pautas de relacionamiento típicas entre hombres y mujeres en la región latinoamericana durante el pasado reciente.


Poder es uno de los conceptos ordenadores, noción que alude a una relación social asimétrica y de desigualdad, porque implica control, obediencia y sumisión. Consiste en la capacidad de ejercer algún tipo de dominio, físico, psicológico, material… y se traduce en la posibilidad objetiva y/o subjetiva de algunos entes, de imponer ciertas conductas a otro(s), incluso en contra de su voluntad. Por tanto, la concepción de Raymond Aron resulta adecuada a los fines de este documento, al definir al poder como la capacidad de hacer, producir o destruir (Aron, 2017); la concepción de poder se extiende así a las instituciones, como un ejercicio de dominación y mando socialmente estructurado.


Otra herramienta analítica central refiere a la violencia en sus múltiples variantes y expresiones: violencias patentes y veladas; estructurales, orgánicas y coyunturales. Entre las múltiples adjetivaciones del fenómeno que se hacen necesarias para fines analíticos (Nateras González, 2021). El foco de atención de este escrito es la violencia contra las mujeres. La de tipo material y simbólica, como componente fundante y constitutivo del patriarcado. Entendiendo este último como un sistema de poder institucionalizado “que se sustenta en el control del cuerpo y la capacidad punitiva sobre las mujeres” (Segato, 2006a, p. 3). Violencia ejercida contra personas del sexo femenino por su condición social de mujeres, pero que aparece articulada a muchas otras violencias, opresiones y exclusiones también propias de cada cultura, y que no necesariamente están motivadas por el género. Conviene recuperar a tales efectos el enfoque interseccional (Guzmán y Jiménez, 2015).


En este escrito se entenderá a la violencia —lo mismo que al poder— como una forma de interacción social, que puede ser puntual o sistemática a través del tiempo. Un vínculo o relación es violenta si conlleva la vulneración e incluso supresión definitiva de un bien o derecho. En términos estrictos de la doctrina legal, ocurre cuando se presenta la afectación de un bien jurídico o de un derecho subjetivo; pero, más allá de tecnicismos, el efecto de la acción violenta es el menoscabo de una prerrogativa humana, condición de la existencia social. Es preciso asentar que el poder y la violencia se conectan íntimamente, pues el poder se perpetua gracias a la violencia.


La violencia feminicida por su parte, consiste en el homicidio de una mujer o de una niña, atribuible a su posición sociocultural de mujer, posición política de subordinación. Tal conducta delictiva, recientemente tipificada en numerosos países, es perpetrada por un victimario individual o colectivo, con la peculiaridad de que la autoridad política también figura como responsable al tolerarla.

La violencia feminicida es parte de una estructura que da soporte al “orden social” patriarcal, que funciona como un instrumento de control para contener el cambio y las transgresiones de las mujeres a los tradicionales regímenes de género y que además envuelve omisiones y negligencias por parte del Estado al no otorgar justicia a estos asesinatos (Vargas, 2018, p. 153).

Por ello, los feminicidios, arraigados en la jerarquización social establecida entre mujeres y hombres, y que tiene sus fundamentos en un sistema patriarcal que promueve y perpetúa las desigualdades entre los géneros, se manifiesta como la culminación de un continuum de otros tipos de violencias. Violencias que, además, en contextos de crisis económicas o sociales se recrudecen; tal como aconteció en el contexto de la pandemia por Covid-19, cuando a raíz del confinamiento como medida preventiva, el ejercicio de violencias contra las mujeres al interior de los hogares aumentó exponencialmente. El confinamiento social profundizó los móviles de la violencia feminicida (Lenguita, 2021).


El arribo del término feminicidio a la academia y, sobre todo, su institucionalización en el Derecho positivo, fue el corolario de un largo y arduo proceso de luchas feministas (Acosta Reveles, 2021). Su derivación es una perspectiva política innovadora, que se pronuncia por no aceptar los atentados a la integridad física de las mujeres. Una declaración ética que condena enérgicamente la violencia letal de género, con un llamado a la urgente implicación real de los Estados contra ese flagelo (Lagarde, 2006).


Desde el acervo previo, la indagación fluye en una perspectiva epistémica feminista como teorización crítica y como postura metodológica que se apoya en el método hermenéutico. La ruta de aproximación elegida consistió en recolectar fragmentos de una decena de obras literarias publicadas en las últimas décadas, de los subgéneros novela y cuento.


El parámetro de inclusión fue referir en su trama a feminicidios suscitados en la geografía latinoamericana, independientemente de la procedencia nacional de los autores o autoras. Así pues, no se buscaron exclusivamente textos escritos por mujeres, ni sólo proyectados desde la voz de las mujeres como personajes; lo que interesaba era recoger relatos del modus operandi de las instituciones sociales (familia, pareja, comunidad, sistema educativo), captando el desenvolvimiento de los roles de género desde la óptica de cualquiera de sus actores. La tabla 1 sintetiza datos algunos relevantes de las obras literarias consultadas. Cabe aclarar que las obras sin señalamiento preciso de la temporalidad se asumen coetáneas a su publicación.



Tabla 1 Obras literarias


Título de la obra Género Subgénero Año de publicación Geografía Temporalidad Autor(a)
Chicas muertas No ficción Crónica (Novela) 2014 Argentina Años 80 Selva Almada
2666 Ficción Novela 2004 México Años 90 Roberto Bolaño
La fosa del agua Periodismo Crónica 2018 México 2012-2014 Lydiette Carrión
Las cosas que perdimos en el fuego Ficción Cuento 2016 Argentina S/f Mariana Enríquez
Treinta me habla de amor Ficción Novela 2022 México Años 90 Alessandra Narváez Varela
Catedrales Ficción Novela 2020 Argentina Años 80-2000 Claudia Piñeiro
Los Divinos Ficción Novela 2017 Colombia 2016 Laura Restrepo
Cometierra Ficción Novela 2019 Argentina S/f Dolores Reyes
El invencible verano de Liliana No ficción Novela 2021 México Años 90-2019 Cristina Rivera Garza
Cleotilde Ficción Cuento 1994 México S/f Juan Rulfo


La cuantía de textos consultados se determinó por el criterio de saturación, es decir, a partir de la suficiencia de material de análisis para lograr los fines de este escrito. La saturación consiste en dejar de reunir evidencias en “…el punto en el cual se ha escuchado ya una cierta diversidad de ideas y con cada entrevista u observación adicional no aparecen ya otros elementos. Mientras sigan apareciendo nuevos datos o nuevas ideas, la búsqueda no debe detenerse” (Krueger y Casey, 2000, como se citó en Martínez-Salgado, 2012).


La ruta metodológica consistió en un ejercicio de carácter hermenéutico de corte sociológico, y no estético ni ético; el interés estaba centrado exclusivamente en novelas y cuentos con representaciones feminicidas tanto en el entorno privado como en el espacio público. El contexto geográfico correspondió a los países latinoamericanos por cuanto al origen de la publicación de las obras, con una temporalidad no mayor a tres décadas; periodo caracterizado en lo político por contextos nacionales de ampliación de la democracia y reconocimiento de los derechos humanos; y en lo socioeconómico por el arribo de la globalización económica, comercial y cultural distintiva del liberalismo renovado (neoliberalismo). Un lapso que corresponde al ascenso del interés público, jurídico, académico y legal por el discurso de género, la violencia sexista y los feminicidios.


El análisis del discurso literario permitió organizar los hallazgos para proponer a través de seis núcleos duros la visión del ser y deber ser femenino, como aportación teórica de este escrito. Elementos que se preservan en el imaginario colectivo a pesar del cambio social. Se ratifican mandatos añejos para el género femenino, cuya transgresión se erige como motivo para ejercer la violencia.



Núcleos constitutivos y persistentes del imaginario social de lo femenino


Corresponde ahora recuperar de la narrativa consultada —en los subgéneros de cuento y novela— los fragmentos de representaciones que ponen a la vista las pautas de relación prevalecientes entre hombres y mujeres.


Cabe aclarar que esas pautas atraviesan aún todas las prácticas e instituciones humanas: la pareja, la religión, la filiación y el matrimonio, la legislación y los programas públicos, los medios de comunicación, la escuela y los espacios laborales, el periodismo, el deporte, etcétera.


Como se mencionó antes, tras hurgar en los contenidos literarios, el examen y sistematización de evidencias ofreció la posibilidad de agruparlas en seis núcleos duros; esa rigidez proviene de su resistencia a los reclamos de igualdad, y en muchos sentidos de ser impermeables al cambio social que conlleva la penetración del feminismo a la agenda pública.


Como aporte teórico de este artículo se propone que a través de los seis numerales que enseguida se exponen, se revelan y expresan prejuicios, creencias y usos sociales arraigados; instituciones formalizadas inclusive, que reproducen con la anuencia de las autoridades estatales, los parámetros desiguales de interacción social entre personas de diferente sexo.


El primer núcleo duro constitutivo del imaginario social de feminidad que se revela en las representaciones literarias, es la concepción de las mujeres, cualquiera sea su edad, como seres frágiles y vulnerables.


En efecto, ser mujer en las sociedades latinoamericanas —y podría decirse que, en las occidentales, en general— implica vivir en riesgo. Significa estar expuesta a cualquier atentado a su integridad física o corporal casi en cualquier momento y escenario; la posibilidad de ser despojada con más facilidad que los hombres de sus derechos o bienes.


Frágiles y vulnerables, en suma. Y por ser vulnerables, lo cotidiano es que las mujeres sean en efecto vulneradas, agredidas, ultrajadas. Así lo muestra una y otra vez Selva Almada, en su obra Mujeres muertas, desde las primeras páginas: la imagen de una chica de diecinueve años asesinada en su cama mientras dormía, por una puñalada en el corazón.

Yo tenía trece años y esa mañana, la noticia de la chica muerta, me llegó como una revelación. Mi casa, la casa de cualquier adolescente, no era el lugar más seguro del mundo. Adentro de tu casa podían matarte, el horror podía vivir bajo el mismo techo que vos (Almada, 2014, p. 17)

En estado de vigilia o inermes, es posible traspasar con ellas (con la individualidad femenina) los límites que sí impone la individualidad masculina en lo simbólico y en lo corporal. La condición femenina se interpreta socialmente como indefensión. Cuando las reacciones son defensivas o de no sometimiento a los agravios, es probable que no sean eficaces los actos de resguardo, y las mujeres resulten víctimas de un atentado contra su vida.


Tal como lo relata el lenguaje poético de Dolores Reyes (2019) a través del personaje Cometierra, cuando los golpes del viejo envuelven a su madre:


La furia de los puños hundiéndose como pozos en la carne. Veo a papá, manos iguales a mis manos, brazos fuertes para el puño, que se enganchó en tu corazón y en tu carne como un anzuelo. Y algo, como un río, que empieza a irse. Morirte, mamá, y cortarte fresca de nosotros dos (Reyes, 2019, p. 11).


Así pues, los escenarios civilizados y regidos por instituciones democráticas no son un freno para que entre hombres y mujeres prevalezca la ley del más fuerte. Así se constata al interior de los hogares, en la calle, los barrios, las fronteras. Incluso en el lugar de trabajo que bien puede ser otro hogar, por la elevada incidencia de las mujeres a emplearse en el ámbito doméstico. Como si las interacciones violentas tuvieran lugar en una dimensión paralela y oculta a la mirada pública, al margen de las leyes que resguardan los derechos humanos. Por lo anterior, parece ser una exigencia para la humanidad femenina estar siempre alerta, ponerse a buen resguardo, sortear las situaciones de peligro. Para las mujeres cuidarse es lo normal; mejor aún, acompañarse de un hombre para que proteja a las mujeres del resto de los hombres es lo debido, lo que dicta el buen juicio.


Claramente el riesgo no es para cualquier ser humano; el riesgo estriba en ser mujer; incluso en parecer mujer, como se infiere de los ataques a hombres homosexuales que con indumentaria femenina. Esta condición la ratifica la sabiduría popular a través de una máxima que circula en los países andinos y del cono sur: “cuerpo de mujer, peligro de muerte” (Amezcua, 2020).


Ese status de vulnerabilidad se multiplica cuando convergen en la mujer el hecho de ser menor de edad, pobre, indígena, parte de la población marginal y procedente de una familia desplazada a causa del conflicto interno en Colombia, como es el caso de la víctima de feminicidio en la obra los Divinos, de Laura Restrepo:

La escoge a ella, a la Niña-niña, precisamente por ser la criatura más indefensa del universo. La más vulnerable. Precisamente por eso.
Él es hombre, ella, mujer.
Él, adulto, ella, una niña.
Él, blanco, ella, de piel oscura.
Él es rico, ella, paupérrima.
Él es el más fuerte, ella, la más débil.
Él, amo y señor. Ella, criatura del extrarradio (2017, p. 96).

Como segundo núcleo figura la despersonalización de las mujeres, como una extensión de la cosificación de sus cuerpos.


Para la lente colectiva, las mujeres no han dejado de ser percibidas y ponderadas en función de su imagen corporal y sus atributos físicos, con criterios estéticos y etarios. A ello se añaden valuaciones y prejuicios racistas, étnicos, de clase o geografía, que comúnmente refuerzan el menosprecio.


Antes que ciudadanas, personas de pleno derecho, humanidades íntegras, son observadas como seres llamados a ser bellos, atractivos, amables, encantadores. La figura femenina es ícono de lo deseable y erótico. También porque el deber ser de la mujer así lo decreta: aromas, formas, colores, modales, aderezos y artificios que la destaquen y oculten aspectos desagradables. Que su presencia alegre la vista y torne menos ásperos los escenarios solemnes.


Por todo el simbolismo que conlleva su indumentaria, es difícil que la impronta sexual de la presencia femenina sea pasada por alto. Lo que es casual. A través de la historia, a la mujer se le ha significado como objeto de placer y para complacer. Sin importar la edad, puede ser incluso una niña. “Una niña de siete años que en esos momentos no entendía lo que estaba pasando, reducida a simple objeto de placer”. (Restrepo, 2017, p. 96)


En tanto material pensado para el disfrute, ser para el otro (Beauvoir, 1984), las mujeres pueden ser tratadas como artículos de consumo: de utilizar, reemplazar y desechar. Las representaciones son patentes en la literatura. El cuerpo de las mujeres puede tomarse con o sin consentimiento, aprovecharse de múltiples formas, raptarse, compartirse y conviene deshacerse de él cuando ya no es útil (Restrepo, 2017; Almada, 2014). Tirarse como piezas sueltas en el desierto de Sonora (Bolaño, 2004) o incinerarse para no dejar rastros que permitan deslindar responsabilidades (Piñeiro, 2020).


En su carácter de objetos, y no de seres humanos, otros parámetros de valor que se observan en los cuerpos femeninos (en la perspectiva de acceder a ellas sexualmente), son la edad o juventud; que su trayecto vital indique nula experiencia íntima, o el lugar procedencia de la mujer, que físicamente puede significar rasgos exóticos.


Asimismo, contribuye a la reificación de las personas de sexo femenino en la mirada de toda la sociedad, y no solo de los varones, la disgregación y juicios que la cultura teje sobre cada una de las partes de su anatomía: pecho, cadera, piernas, cabellera, cuello, cintura, labios, ojos...


Lo único que se requiere es una sociedad, una cultura, un sistema que lo permita y lo aliente. Una cultura misógina, un continuum de violencia machista que va del acoso callejero, el embarazo adolescente, la violencia doméstica, y termina con bandas que se dedican a levantar adolescentes, torturarlas sexualmente y matarlas (Carrión, 2018, p. 145)

En la contracara del relato que hace apología de los atributos físicos femeninos, está otra narrativa en torno a la fatalidad. Cuerpos seductores, que cautivan hasta hacer perder la cordura. Ello incluye la comisión de crímenes como violaciones o feminicidios, en instantes de emociones desbordadas; justo porque al objeto de deseo se les niega o les resulta inaccesible. Tal como se exhibe en Cleotilde, cuento póstumo de Juan Rulfo publicado en los años de los noventa:

A Cleotilde yo la maté (…) No es que yo le guardara tanto rencor como para matarla, pero un momento de coraje es un momento de coraje, y en eso estuvo todo. (…) Cleotilde tenía unos cabellos muy bonitos y bien alisados. En ocasiones yo sueño estar acostado aún con ella, y tener escondida mi cara en aquellos cabellos tan lisitos que me hacían olvidar todas las cosas. Hasta de ella me olvidaba (…) quise acariciarle los cabellos y ella se enojó (Rulfo, 1994).

Aledaño al núcleo anterior, el tercero consiste en la idea de que las personas de sexo femenino son susceptibles de apropiación, adjudicación y uso privado.


Literalmente, las mujeres han sido estimadas como parte del acervo de bienes de los varones, patrimonio privado, un recurso destinado al uso personal o para otros fines, incluso mercantiles, de intercambio. En ese sentido, las enunciaciones de poseer, de hacer suya a una mujer, son más que metáforas.


En el sentido de propiedad, en el sentimiento de posesión, atraviesan muchas relaciones institucionalizadas a cabalidad y sancionadas por contratos, sentencias y otros actos jurídicos civiles: el matrimonio, la filiación, el parentesco, la patria potestad. Las instituciones religiosas abonan en el mismo sentido de pertenencia. No es que esos códigos normativos refieran a las mujeres en términos de objetos, pero sí consignan relaciones exclusivas, excluyentes, incluso serviles.


Así, el nexo matrimonial se proyecta como posesión (Lévi-Strauss, 1969), lo mismo que otros tipos relacionamientos íntimos, el concubinato o el noviazgo; también se extiende el control, en diferente grado, sobre la descendencia, hermanas, madre y demás parentela femenina que se encuentre en situación de dependencia, por algún motivo. Celia Amorós refiere que ese trato entre varones sobre lo que consideran sus mujeres, concierne a pactos patriarcales sobre las personas de sexo femenino, en calidad de objetos transaccionales (Amorós, 1987).


Los vínculos de parentesco (o intimidad) se traducen en límites a la libertad individual, que son consistentes al ánimo de vigilancia sobre las mujeres; se justifican aludiendo a su fragilidad e indefensión. Por cuanto al matrimonio, esas restricciones no operan del mismo modo tratándose de los varones, a quienes los usos sociales siempre les ha concedido mayor margen de acción y decisión.


Casos extremos de apropiación, mercantilización, reificación y despersonalización, corresponden a figuras delictivas como el tráfico de mujeres, la prostitución y la pornografía. Mas no por ser estos crímenes casos extremos, son situaciones de excepción. Son negocios en negro que movilizan fortunas, transcurren al amparo de las autoridades estatales y trascienden las fronteras nacionales. Las redes de trata operan como auténticas empresas globales; sus activos se derivan de la cosificación y posesión de cuerpos de mujeres. Nuevamente, las mujeres serviles a estos fines, no son personas, son objetos.

Aunque a mí las putas nunca me atrajeron. No eran gente, así lo veían ellos, y a lo mejor también yo. No merecían consideración. No voy a mentir, a estas alturas para qué andar inventando: desde niños aprendimos que había mujeres decentes, las hermanas de los demás, por ejemplo, las de tu propia familia, las niñas que conocías en fiestas, bazares y proms. A ésas las tratabas de una manera, o como se decía: con respeto. Y había otras mujeres que eran para irrespetar. Unas que podías comprar o manosear sin consecuencias, darles órdenes y pordebajeo. Ni siquiera les preguntabas el nombre, y si te lo decían, enseguida lo olvidabas (Restrepo, 2017, p. 13)

Usar, disfrutar y disponer de ellas, como de activos patrimoniales para diferentes fines lucrativos, no corresponde a eventos aislados. Cometer feminicidio, terminar con la vida de las mujeres tampoco.


Todo se encuentra imbricado: la imagen de vulnerabilidad y despersonalización; el control y sentido de propiedad sobre personas de sexo femenino son antesala del abuso. Los hombres declaran ser dueños de las mujeres: “ella era mi mujer y debía soltar el cuerpo cuando yo lo necesitara [énfasis agregado]”. (Rulfo, 1994, párr. 14)


Durante demasiado tiempo los comportamientos femeninos contrarios a los deseos de sus consortes, los celos, la ira, justificaron –para la mirada pública– la violencia de género en el ámbito doméstico y de las relaciones de pareja. El control se interpreta como constitutivo de muchos vínculos íntimos, desde el noviazgo (Rivera Garza, 2021). Los feminicidios cometidos en circunstancias de emociones exacerbadas, no merecían condenas ejemplares al ser crímenes pasionales.


Al margen de los vínculos afectivos, también ocurre que –en tanto activos y no personas–, las mujeres reciben trato de moneda de cambio. Su compañía, el acceso a sus cuerpos son símbolo de opulencia y autoridad, son cedidas, entregadas como recompensa, exhibidas como trofeos. Incluso, pueden ser victimizadas e inmoladas como tributo, como emblema de poderío y jurisdicción.


En torno a los feminicidios en la frontera norte de México, Rita Segato (2006b) sostiene que las mujeres, concretamente su cuerpo, la sangre femenina, sella pactos. Es el

medio por el que un grupo organizado de hombres se hace escuchar. La apropiación de un cuerpo otro llevada a la simpleza de un guiño de complicidad. En una sociedad en la que la masculinidad tiene que ser probada de manera constante para reafirmarse, los cuerpos sometidos e inertes de las mujeres fungen como prueba para entrar o permanecer en la “cofradía viril”. El caso de Juárez constituye entonces el cumplimiento de un mandato de masculinidad dominante y violenta, llevado al extremo por un grupo de personajes que sella su pacto con la sangre de sus víctimas (Amezcua, 2020, parr. 5-6)

Instrucción sistemática para cumplir los mandatos de feminidad por socialización, subjetivación y disciplinamiento, constituye el cuarto núcleo.


Aprender a ser mujer es una labor que comienza con el nacimiento, a fuerza de buenos ejemplos, orientaciones, sistemas de premio y castigo, praxis, imágenes, interacción con otras mujeres, con hombres; gracias a los medios, la religión, la escuela, la familia desde luego. Otro camino, paralelo, es el aprendizaje de la masculinidad.


A vivir como mujer se aprende, en la medida que se interioriza la vulnerabilidad a la que se ha hecho referencia antes. Al significarse como un ser llamado a ser bello, presto a complacer y agradar, siempre en disposición de atender a otros, cuidarlos, asistirlos. Hasta renunciar al propio bienestar en favor de los otros; con abnegación (negación de sí) que caracteriza al arquetipo de la madre y la virgen.


Es asimilar que conviene estar bajo control, contenidas. Esto es, acatar las demarcaciones impuestas desde el exterior a su conducta y deseos, pero también autoimponerse límites (de orden moral, religioso, convencional) al ejercicio de la propia libertad. Es, en síntesis, devenir socialmente como segundo sexo (Beauvoir, 1984).


También es hacerse cargo de que las mujeres deben evadir situaciones de peligro para mantenerse a salvo, y deben hacerlo durante toda su vida. Tomar consciencia de que para ellas existe un toque de queda permanente; en palabras precisas de Celia Amorós (2005). Es racionalizar que se forma parte de una esfera social otra, segregada, advertida de que no puede ejercer plenamente sus libertades y derechos.


Desde chicas nos enseñaban que no debíamos hablar con extraños y que debíamos cuidarnos del Sátiro (…). Era el que podía violarte si andabas sola a deshora, o si te aventurabas por sitios desolados. El que podía aparecer de golpe y arrastrarte a alguna obra en construcción (Almada, 2014, p. 55)


En efecto, los roles sociales asignados por tradición a cada sexo, al adjudicarse a razones biológicas, siguen siendo resistentes a la evolución igualitaria de las sociedades que el feminismo han impulsado por siglos. Para las primeras décadas del nuevo milenio, es patente que el trayecto hacia la emancipación, el ánimo de romper con la subordinación y servilismo convencional de las mujeres conquista más espacios en lo público: en la academia, en lo laboral, en el ámbito empresarial y deportivo; trascienden a las humanidades y representaciones artísticas, pero los cambios y sus expresiones diarias son aún insuficientes. Persiste el control de los cuerpos, la restricción de las libertades civiles que nunca se ha han cuestionado a los varones.


La narrativa literaria del último lustro así lo retrata (Carrión, 2018; Reyes, 2019; Piñeiro, 2020; Rivera Garza, 2021; Narváez Varela, 2022); se sigue aleccionando mujeres para no romper los guiones establecidos, para no subvertir la tradición. De ahí que el espectro del disciplinamiento y la vigilancia (Foucault, 1976) sea constitutivo del entorno patriarcal: micromachismos y misoginia, que son formatos de violencia de baja intensidad. En otro nivel, amenazas, intimidaciones, rumores a voces de las múltiples formas de maltrato del que se puede ser víctima:

Todo el barrio decía que el marido le pegaba, y que le sabía pegar bien porque no se le veían las marcas. Nadie lo denunció nunca. Luego de su muerte corrió la voz de que él la había matado y había tapado todo pasándolo por suicidio. Podía ser. También podía ser que ella se hubiera ahorcado, harta de la vida que tenía (Almada, 2014, p. 54)

Los mandatos asignados a la feminidad para afianzar el orden de género, jerárquico, hacen parte del sentido común, circulan oralmente y como prácticas culturales que se perpetúan sin cambios sustanciales entre generaciones. Transgredir las reglas conlleva para las malas mujeres marginación, violaciones, atentados, e incluso la muerte. Castigos grandilocuentes y ejemplares, disciplinarios; susceptibles de inhibir las tentativas de salirse del molde aun en contextos metropolitanos y en pleno siglo XXI.


El cuento de Mariana Enríquez (2016) es evidencia de ello, cuando denuncia sucesos de raíces ancestrales que se proyectan al presente en su relato: Las cosas que perdimos en el fuego. Informa de hombres que incendian o bien arrojan ácido a sus mujeres, por insumisas o al anunciarles la posibilidad de abandono. Enríquez lo revierte como rebelión social. “– Las quemas las hacen los hombres, chiquita. Siempre nos quemaron. Ahora nos quemamos nosotras. Pero no nos vamos a morir: vamos a mostrar nuestras cicatrices”. (Enríquez, 2016, p. 5)


Lo cierto es que el aprendizaje de ser mujer se incorpora, se hace cuerpo. La experiencia de ser mujer es vivir con cautela, midiendo los pasos, con miedo a veces. Si es preciso, se va por el mundo sin levantar la voz, ocupar el espacio ni hacer ruido.


El quinto núcleo corresponde a la exposición de la mujer en los medios, que se decanta hacia dos polos: por un lado, la espectacularidad, por otro, la irrelevancia e indiferencia.


Sin duda el discurso artístico, como el discurso mediático, pueden ser acusados de sensacionalismo. “Descuartizaron y quemaron a mi tía Ana” declara Mateo en la novela Catedrales, de Claudia Piñeiro (2020) como un relato obligado de la historia familiar, como carta de presentación, memoria, herida y cicatriz.


El mismo exhibicionismo marca las descripciones de los hallazgos de decenas de mujeres asesinadas en la frontera norte de México, en Santa Teresa, territorio de ficción (Bolaño, 2004). Hay que volver a la figura de la cosificación de los cuerpos femeninos, pues los fragmentos encontrados, para fines prácticos solo constituyen partes del rompecabezas por armar para objetivos forenses. La violencia sexual en los cuerpos es explicita; innecesaria, y desproporcionada para algunos críticos, y los reportajes mediáticos no lo disimulan.


En la representación literaria de los feminicidios las descripciones pormenorizadas de los hechos abundan, sea por razones estilísticas, por llamar a la sensibilización e indignación, con fines mercadotecnia u otras razones. Pero también resulta que la repetición de ciertos sucesos, por duros y gráficos que sean, van configurando el paisaje habitual y a la postre se normalizan. Mujeres asesinadas, calcinadas, localizadas a la mitad del camino, en una cajuela, a la orilla de un río; son evidencia también de una suerte de despersonalización. Objetos inertes o recortes de personas, mujeres, que pronto se olvidarán, para dar lugar en los medios masivos a noticias más recientes y conmovedoras.


Para el registro forense son expedientes que se suman, pero como si no contaran esos organismos femeninos, en los que es muy probable que se yuxtapongan otras opresiones; la pobreza, el origen residencial, el color de la piel, la condición de ilegalidad. Las más de ellas muchachas, casi niñas, sin nombre, marginales (Bolaño, 2004; Almada, 2014; Narváez Varela, 2022).


La indiferencia alcanza a los más de la sociedad, por supuesto incluidos quienes deberían llevar a cabo las tareas de investigación. Para ellos también, todas son una más, un número de averiguación acumulable, como lo relata Lydiette Carrión, ante la desaparición de Bianca, una adolescente de 14 años.


Los ministeriales abrieron la carpeta de investigación 312150360033012, en la que quedó consignada la siguiente información:

Nombre: Bianca Edith Barrón Cedillo
Edad: 14 años
Señas particulares: una cicatriz en el brazo izquierdo, de vacuna.
Las autoridades levantaron la denuncia, pero desdeñaron el caso: “Uy, señora, déjela, a lo mejor luego regresa”. Ese contacto con el ministerio público fue la entrada al laberinto infernal de dependencias policiacas mexicanas (Carrión, 2018, p. 47)

Frente al espectáculo de las muertes que resultan ajenas y ocupa pocos instantes en las pantallas, apenas un número que pesa no por sí mismo, sino por acumulación: “a fin de cuentas la víctima es apenas una niña anónima, invisible”. (Restrepo, 2017, p. 99)


En la novela en verso de Alessandra Narváez Varela (2022), la protagonista, Anamaría reprocha la indolencia social a las desapariciones y feminicidios: “¿Cuál es el valor de una chica?” cuando las chicas no pueden elegir sus historias “y por eso las desafortunadas son frutas magulladas cuyo final será la basura”.


Por si no basta la indiferencia, se insinúa la condena social, pero no para los victimarios, sino hacia las mujeres ejecutadas, responsabilizándolas de su destino. Bien podrían ser merecedoras de la violencia que las aniquiló. “Los más mordaces empezaban a culpar a la víctima, sacando a relucir conductas que ellos consideraban reprobables –tomar cerveza, salir con amigos, tener una vida sexual activa, elegir la pareja inadecuada–”. (Rivera Garza, 2021, p. 22)


Hasta el año 2012, en México, a falta de un nombre para el feminicidio:

se le llamó andaba en malos pasos. Se le llamó ¿para que se viste así? Se le llamó una mujer siempre tiene que darse su lugar. Se le llamó algo debió haber hecho para acabar de esta forma. Se le llamó sus padres la descuidaron. Se le llamó la chica que tomó una mala decisión (Rivera Garza, 2021, p. 34)

El último núcleo, que de algún modo incorpora y resume los anteriores, consiste en la consideración de que para la sociedad es mejor y más valioso ser un hombre que una mujer. Una trama narrativa donde la diferencia sexual (natural) explica y justifica desigualdad, subordinación y sometimiento (en lo social).


En estricto sentido, la perpetuación de la imagen de inferioridad femenina, solo puede comprenderse como contracara de la idea de superioridad masculina.


Han sido necesarios siglos de investigaciones interdisciplinares para develar que la diferencia entre los sexos es biológica. No así la desigualdad socio-política y de activos entre mujeres y hombres (el género, propiamente) que es jerarquía configurada y sostenida a través de la historia humana.


Con todo, los arquetipos grecolatinos, los mitos, la religión y una serie de creencias añejas en torno al deber ser de varones y mujeres, pesan todavía con gran fuerza en el imaginario social, en forma de modelos a seguir y de conductas a condenar.


La madre generosa y protectora, la joven inmaculada, el cuerpo y la sangre de la mujer como íconos del pecado… Por oposición la templanza y superioridad física, moral e intelectual del varón que legitiman su sitio como jefe de familia; cabeza de la iglesia y los ejércitos; dirigente político; decano en la academia; líder de opinión.


Son posiciones sociales asimétricas en un orden político, claramente jerárquico, de género, en que las instituciones sociales perseveran. Resabio histórico que consigna para hombres y mujeres diferente valor en la sociedad, y por tanto escatima en reconocerles a ellas los mismos derechos.


En ese menosprecio influye la traslación de la irrelevancia de los roles sociales asignados a la mujer, esas funciones concernientes a la esfera doméstica: criar, llevar la casa, limpiar y proveer cuidados a otros. Lo que suele nombrarse como trabajo reproductivo por oposición al productivo (Morales Díaz y Acosta Reveles, 2022). Mientras los varones ocupan la voz y el espacio en la escena pública, gobiernan naciones, administran justicia, toman resoluciones que comprometen el destino colectivo; especialmente el de las mujeres.


En Cleotilde, la potestad masculina implica el derecho del varón a decidir por ella: Esa vez le prometí apaciguarla si no se corregía, no la amenace, mi intención fue encaminarle la voluntad para que ella se corrigiera (Rulfo, 1994).


En el contexto de las relaciones de pareja, esa posición de autoridad lleva a las mujeres a consentir la vigilancia e intimidación, la renuncia a proyectos y hábitos, el aislamiento de familia y amigos, la restricción de la libertad. Conduce a someterse, si es preciso por la fuerza; “Ángel no se limitaba a pedir. Ángel también exigía una respuesta que, de ser contraria a sus deseos, podía desatar una furia que se expresaba en celos, golpes, acoso constante, amenazas…”. (Rivera Garza, 2021, p. 198)


Lo cierto es que la sujeción a la voluntad ajena por parte de las mujeres, el consentimiento al ejercicio del poder masculino —sea de tipo espontáneo, racionalizado o por conveniencia— no emana exclusivamente del contexto, los imaginarios y las instituciones. La praxis continuada de supremacía viril no sería tan eficaz, si no se correspondiera también con una suerte de “colonización interior” (Amorós, 2005, p. 14) y, sobre todo, con el ejercicio sistemático de la violencia patriarcal. Incluida, claro está, la violencia simbólica (Bourdieu, 1998).



Dimensión sociológica (y política) de las representaciones literarias


A este apartado corresponde la ponderación final, que viene a confirmar la pertinencia de las narrativas literarias para el análisis sociológico. Tanto en el sentido de ser un recurso de apoyo metodológico, como para afianzar categorías de orden teórico, susceptibles de explicar mejor la violencia feminicida.


La inmersión en las narrativas cuya (pre)ocupación fue retratar uno u varios feminicidios y dialogar con los aportes teóricos de las ciencias sociales, ha permitido mostrar que es posible cruzar las fronteras disciplinares en aras de comprender los fenómenos sociales, en este caso el feminicidio, de una forma más compleja y holística.


El recorrido que han hecho las ciencias sociales para explicar las causas y consecuencias de la violencia contra las mujeres no es reciente, y en las décadas más próximas ha cobrado mayor relevancia. Aun así, la urgencia de la violencia feminicida y los feminicidios, obliga a seguir sumando elementos que permitan conjuntar realidad-experiencia y teoría; el objetivo último es su erradicación.


Explicar los elementos que conforman un fenómeno social tan arraigado en las prácticas y formas de vida, como lo es la violencia feminicida, resulta sumamente complejo; justamente porque la relación intrínseca entre el ejercicio del poder patriarcal y la violencia contra las mujeres, en lo cotidiano se desdibuja al quedar normalizada. La mayor estima social de los hombres en comparación con las mujeres pasa desapercibida, el mandato de feminidad no se cuestiona, al contrario, se castiga a quienes reniegan de su cumplimiento, y el peligro que significa ser niña o mujer no escandaliza, tan sólo se acepta y se advierte. La recurrencia de los actos de subordinación hacia las mujeres los volvió normales. De la misma forma, el conteo de feminicidios que día a día se acrecienta ha permeado en su normalización, la frecuencia de estos eventos ha hecho que se pierda la sensibilidad hacia ellos. Hoy en día, la noticia de un feminicidio ya no provoca el horror que solía, se han vuelto lamentablemente comunes. La conciencia colectiva los observa de lejos, y las víctimas se convierten en un número más, otra mujer o niña entre las muchas que han sufrido esta tragedia.


Por ello, cabe insistir en lo útil que resulta apelar a otros recursos, canales y herramientas analíticas para fines explicativos, que coadyuvan con eficacia en la tarea de investigación social por la manera en que comunican a los feminicidios. Los fragmentos recuperados son ejemplo de ello; relatos que fungieron como vía de comunicación y sensibilización sobre la violencia feminicida desde una óptica artística, a través de personajes literarios con elementos realistas y de ficción. Nunca tan acertada la frase “la realidad supera a la ficción”. En eses sentido, cabe insistir en la proposición que atraviesa este escrito: las novelas y cuentos, sin importar si esa es su intención, al ser eco de la realidad y el contexto que rodea a sus protagonistas, relatan las vidas –—y muertes— de niñas y mujeres en los países latinoamericanos.


Los insumos a partir de los que se confeccionó el análisis e interpretación que aquí se ofrece cumplieron, al menos, tres objetivos.


(1) Explicar, a partir de la recreación literaria de sucesos verídicos -en su mayoría- que las relaciones sociales están atravesadas por órdenes jerárquicos, y que, en el caso de las mujeres, aquellas que se mantienen con las personas del sexo opuesto, persisten en una posición de subordinación aprendida, enmarcada en primer lugar por la diferencia sexo-género, y agravada por otros sistemas de opresión.


Entre líneas se explica que nada de lo que sucede en lo individual –lo personal– deja de estar atravesado por lo social. Los feminicidios, lejos de la retórica que por mucho tiempo los justificó, no son producto de relaciones entre pares, consecuencia de conflictos internos. Son la máxima expresión de los núcleos de violencia a que se hizo referencia; la vulneración del cuerpo de las mujeres reducido a objeto susceptible de ser poseído, violado y destruido.


(2) Por otro lado, al penetrar en la problemática del feminicidio, los relatos provocan diálogos incómodos de los que se prefiere huir —por miedo, cansancio o apatía—. En las historias de Liliana, Sarita o Ana María, se desentrañan las relaciones de poder entre mujeres y hombres, sujetas ellas a la apropiación de sus asesinos; no se recurre al lenguaje teórico, pero la riqueza del relato, más simple, sencillo o coloquial, permite el entendimiento de aquellas. La obra de Carrión construida a partir de los testimonios de los familiares de Bianca, Diana y Mariana dibujan perfectamente la sociedad feminicida del Estado de México, pero que bien puede ser la de cualquier otra región latinoamericana.


Se sostiene que es posible que la conjunción de narrativa y teoría sirva para hacer ver que a las mujeres se les castiga de múltiples formas, y eventualmente se les asesina por desobedientes, o porque se quiere poseer su cuerpo —a fin de cuentas, a eso se les reduce—se les asesina en su casa; o antes se les desaparece y luego se les vuelve extremidades de un cuerpo que en algún momento perteneció a una mujer. Cuestionar y despojar a los feminicidios del sentido de normalidad que se le ha atribuido se vuelve factible.


Se apela también, por recurrir a herramientas mediáticas que se alejen los sucesos de la espectacularidad y revictimización. Es posible contar una historia cuyos protagonistas son personas más que personajes respetando, en estos casos, la dignidad de las víctimas, evitando cualquier intento de explotación morbosa de los lectores. Y así lograr representar los hechos relacionados con los feminicidios de una manera orgánica y auténtica, aunque innegablemente dolorosa, cruel y difícil de asimilar.


(3) La narrativa sobre los feminicidios alcanza también el objetivo de presentar una visión completa de los eventos, ofreciendo un relato que insta a recordar no sólo el fenómeno social del feminicidio en su conjunto, sino también los femicidios individuales de cada víctima: el de Liliana, el de Sarita, el de María Luisa, el de Andrea, el de la Niña-niña de Colombia. Al tiempo que las lecturas son representación del statu quo, respecto a la violencia de baja intensidad y la extrema violencia, esas obras devienen de algún modo en un memorial contundente, que denuncia, e insta a no olvidar. Las nombra a ellas, a las víctimas, las mujeres y niñas asesinadas por ser mujeres, por todo lo que ello significa socialmente.


A la par, se exhiben sociedades indolentes y apáticas, personas absortas en dinámicas alienadas que no pueden o no quieren mirar hacia los feminicidios- Se retratan la injusticia e impunidad, el marasmo de las autoridades estatales (Becerra Cuevas y Acosta Reveles, 2023), y el dolor que afectan a quienes quedan atrás: las familias y amigos de las víctimas. También arrojan algo de luz sobre el destino de los hombres impunes que la justicia no persigue, quienes cometen sus actos atroces sin ser vistos mientras secuestran, violan o asesinan, y luego desaparecen sin dejar rastro.


Así, las narrativas permiten leer los feminicidios desde la mirada de ellos, los que se sitúan en un plano, también aprendido, de superioridad, y por consecuencia les asiste el derecho a reprender a quienes se les resistan. En Los divinos, la autora sumerge en el mundo de esos cinco hombres que tienen todo, y de entre todo lo que tienen, poseen principalmente mujeres. Se sigue de cerca el pacto de silencio que existe entre los hombres de las sociedades feminicidas, e incluso la complicidad por reconocerse como integrantes de un mismo grupo.


Se revelaron también las dinámicas sociales mediante las cuales las mujeres, desde niñas, interiorizan que el mundo no es un lugar seguro para nadie, y especialmente para ellas, por ser mujeres. Estas obras plasman el sentimiento de miedo cuando se sabe de una víctima más en el entorno inmediato, las precauciones extras que se deben tomar al salir de casa, o dentro de esos espacios en los que se supone las mujeres deberían estar a salvo.


El discurso literario ofrece el relato de una historia que se repite en la región al menos —en una media— de once veces al día. Así como lo muestra Almada: “hace un mes que comenzó el año. Al menos diez mujeres fueron asesinadas por ser mujeres. Digo al menos porque estos son los nombres que salieron en los diarios, las que fueron noticia”. (2014, p. 182)


Se concluye que las extensas exploraciones que las teorizaciones sociales han hecho sobre la violencia feminicida y los feminicidios se dinamizan con los elementos de visibilidad y transformación que aporta la literatura; se abren entonces nuevos senderos en la búsqueda de una sociedad más justa para las mujeres, menos violenta. “Yo creo que lo que tenemos que conseguir es reconstruir cómo el mundo las miraba a ellas. Si logramos saber cómo eran miradas, vamos a saber cuál era la mirada que ellas tenían sobre el mundo ¿entendés?” (Almada, 2014, p. 109).



Declaración de Conflictos de Interés


No declaran conflictos de interés.



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